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Razones para besar vampiros

Anette Curtis Klause
Los muertos no son muy inteligentes. El gorila de la entrada, un enorme vampiro, no me reconoció, a pesar de que yo llevaba semanas yendo a ese lugar. Supuse que llevaba muerto mucho tiempo. Aunque el cuerpo permanezca activo, las células cerebrales siguen descomponiéndose. Simplemente gruñó y me devolvió mi identificación. Yo le lance un beso y él ni se inmutó. Luego pasé por entre las cortinas de terciopelo vino tinto hacia el salón principal de Nosferatu.
Las paredes eran negras, claro, al igual que los gruesos sofás de vinilo de los reservados en forma de media luna que bordeaban la sala, y que parecían los vestigios de un bar que hubiera cerrado hacía tiempo. Aquí y allá había toques de color rojo: servilletas, la base de los vasos de cóctel, y grafitis intencionales en las paredes con frases como “Entrégate” y “Abandona toda esperanza”. El ritmo insistente de la música tecno agitaba el aire.
Enderecé la costura de mis pantys de malla y eché un vistazo a mi alrededor. En el bar había fetichistas, exhibiendo perforaciones, tatuajes y piel; algún personaje vestido a la moda del siglo XIX; y unos pocos, con jeans negros y cualquier prenda encima, que parecía que aún no se habían acabado de decidir a pasarse al gótico. En un rincón había una muchacha, que si no fuera por el maquillaje blanco que llevaba hubiera parecido un despojo de una feria renacentista.
La mayoría de los asistentes eran humanos, pero no todos.
Casi todo el mundo cree que el movimiento gótico no es más que un puñado de personas de mente retorcida que sólo pretenden llamar la atención, que usan pintalabios negro y están obsesionadas con los muertos. Lo que la mayoría de las personas no saben es que algunos de estos góticos son en realidad vampiros. ¿Qué mejor manera de esconderse que a la vista de todo el mundo? La mayor parte de los humanos del lugar no tenía idea de con quién estaban bebiendo y bailando, mientras que aquellos pocos que habían descubierto el secreto estaban ansiosos por experimentar nuevas emociones. Entre esos últimos unos cuantos iban un paso más allá. Desaparecían en los rincones oscuros y en los cuartos traseros y entregaban sus venas a cambio de la intensa sensación de dulzor que explotaba en una especie de descarga de espuma que los dejaba húmedos y tambaleantes.
Una chica con el pelo muy corto y de color paja, debido a un tinte mal aplicado, pasó junto a mí algo bebida y derramó una cerveza. Llevaba puesta una bufanda para esconder huellas de los colmillos. Era roja, a juego con su vestidito. Los vampiros denominaban “bolsas de sangre” a las chicas como ella. Una vez oí como un tipo usaba ese término. Probablemente también se había referido a mí con el. Sentí deseos de retorcerle el cuello.
La rubia se arrellanó en un sillón de terciopelo que a la luz del día se habría visto raído. Se arregló el pelo y la bufanda, tratando de verse seductora. Sí, claro, una reina de los condenados. “Te engañas”, le dije mentalmente. Quienes pensaban como ella confundían el éxtasis de la anestesia con el triunfo sobre la muerte. Se deleitaban con el hecho de que alguien los quisiera, de poseer algo que los vampiros deseaban, y pensaban que tenían el control en sus manos. Deberían disfrutar del éxtasis solamente. Así estarían a salvo.
Me apoyé contra una columna tapizada de anuncios de conciertos y avisos personales con errores de ortografía, y encendí un cigarrillo con mi  encendedor preferido, un Zippo, mientras contemplaba a los muertos vivientes. ¿Cómo se distingue entre un vampiro de verdad y quien nada más lo parece? No tiene nada que ver con quien usa una cruz o crucifijo y quien no, pues las cruces no hacen arder a estos muerto vivientes, y quizás nunca fue así, a pesar de los rumores. Los vampiros las llevan con una insolencia irónica. Lo que los distingue son los ojos oscuros e inertes, como los de los tiburones, y la lengua seca. A menos que hayan comido recientemente, los vampiros no tienen muchos fluidos en el cuerpo. Si llegara a besar a un vampiro que tuviera la lengua húmeda, me preocuparía al pensar en qué era lo que tenía en la boca. Y al instante iba a sentir un intenso asco.
Todavía era temprano. Apenas había unos cuatro. Exhalé un largo hilo de humo. Uno de los varones era un albino que se veía demasiado viejo para andar en un lugar como el Nosferatu. Me recordaba a una rata blanca vestida de traje. Los otros probablemente no eran tan mayores, o al menos no lo parecían: dos hembras que no parecían desagradables, pero esa no era mi línea, y una macho que se veía completamente fuera de lugar. Mil perdones, pero ¿zapatos de plataforma? Alguien debía refrescarle la memoria para recordarle que la moda disco estaba mas muerta que él mismo. Si tengo que besar a un muerto, que al menos sea un bombón, si no, no consigo superar el asco. Era cuestión de esperar. Pronto llegarían más.
Me había llevado tiempo descubrir ese bar. No era el tipo de lugar que la gente se encuentra de buenas a primeras o al que va por puro gusto, pero una noche seguí a mi hermana menor por un callejón húmedo. Bajó por unas escaleras que apestaban a orines, para llegar a una puertecita medio podrida bajo un letrero rojo, tallado en madera, que se mecía en lo alto. Sí, tuve que seguir a mi hermana para llegar a ese lugar. Aún me incomodaba que ella hubiera sabido tanto de la vida nocturna secreta de la ciudad y yo no. Me molestaba que ella estuviera más al tanto que yo.
Siempre tuve una relación de amor y odio con mi hermana menor, pero fue más que nada de amor hasta que cumplió los trece, que fue cuando se convirtió en un demonio. A partir de ese momento, nada que nadie dijera estaba bien. Prácticamente nos gruñía a todos. Era como si no se soportara a sí misma. Hasta que su mejor amiga dejó de llamarla. ¿Qué mosca te picó?, le pregunté un día. Pero dejé de hacerle preguntas después de que me persiguiera por toda la casa empuñando un cuchillo y yo tuviera que huir saltando por la ventana del baño. Me escondí en el cobertizo del jardín en el que habíamos jugado en otros tiempos y, sí, lo admito, lloré. No reconocía a esta criatura en la que mi hermana se había convertido.
“Hay que mandarla a terapia”, les dije a mis padres. Pero eso los avergonzaba demasiado como para siquiera pensarlo. Era como admitir la derrota. Era como reconocer que no podían controlar a su prole. Gracias. Ellos no tenían que compartir cuarto con ella.
Una noche me desperté y la vi saliendo por la ventana de nuestra habitación. Fingí estar dormida, pero la seguí tan pronto como salió. Frente al garaje se encontró con un joven y se manosearon a la luz de la luna. Iba a retroceder, porque no quería presenciar su episodio más reciente de delincuencia juvenil, pero algo que dijo él me detuvo. “Tu sangre es dulce, tan dulce”, murmuró, hundió su cabeza en el cuello de mi hermana, y ella se aferró a los hombros de él con tal fuerza que pude ver cómo los nudillos de sus dedos se volvían blancos. Retrocedí despacio y me escondí en la sombra que proyectaba el auto de papá, estacionado en la entrada. Veía el reflejo de mi hermana en el espejo retrovisor, pero él no proyectaba el más mínimo reflejo.
Después de eso, vi los agujeros en su cuello antes de que los cubriera definitivamente con una pañoleta negra para disimular sus rituales diarios, y veía cicatrices misteriosas en sus brazos cuando sus largas mangas se subían un poco.
En ese momento me percaté de que los vampiros eran reales. Pero ¿ese vampiro se había acercado a mi hermana porque ella ya era un personaje malévolo, o había percibido su naturaleza rebelde y la había convertido en un ser diabólico? ¿Acaso el actual comportamiento de mi hermana tenía que ver con ese personaje?
Recordé a la niña de pantalones gastados de tanto jugar, con su corte de pelo casero y sus colitas. Con el parche como de pirata para corregir su ojos perezoso. Habíamos llegado hasta las estrellas volando en una mesa dispuesta patas arriba y habíamos galopado por la calle en caballos imaginarios. ¿Tenía que seguir viéndose con esa criatura? ¿Saldría bien librada de esos encuentros? ¿Debía yo contarles todo el asunto a mis padres? A pesar de la manera en que se burlaba de mí, algún absurdo sentido fraternal me detuvo. O tal vez me detuvo el miedo. Pensé en ese cuchillo y en mi milagrosa huida por la ventana del baño. Quizás el vampiro era quien debía preocuparse por acercarse a ella. Una parte de mí estaba horrorizada por lo que mi hermana hacía con el vampiro, y otra parte de mí estaba intrigada. ¡Era menor que yo! ¿Cómo era posible que atrajera a un vampiro y yo no? Hasta mis amigos comentaban lo bonita que era y allí estaba, acaparando la atención nuevamente. Todo el asunto era muy excitante y misterioso, y no era a mí a quien le estaba sucediendo. ¿Dónde había dado ella con un vampiro? ¿Dónde podía conseguir yo uno?
Empecé a espiarla. La seguí hasta aquí.
El bar se había llenado. La gente bailaba, rozándose unos con otros al son de la mecánica insistencia de la música. Las narices depredadoras de los vampiros sin duda inhalaban la salada seducción del sudor y los fluidos sexuales, néctares íntimos tan parecidos a la sangre. Los vampiros recién llegados habrían babeado, probablemente de tener suficiente agua en sus cuerpos. Al apagar mi cigarrillo en el manchado piso, vi a una zorra pelirroja arrastrar por el pelo a un muchacho deseoso, hacia las sombras. El chico no veía la malvada sonrisa en el rostro de la mujer.
Los vampiros que aún no tenían deseos de cenar formaban grupitos, como muchachos de colegio. Apagaban de un soplo las velas en sus mesas, no les gustaban las llamas, y se sentaban frente a cócteles de colores que nos tocaban, ciegos a las miradas de aquellos que querían tantear inmortalidad. Gente como yo. Mis movimientos de conquista podían funcionar en uno solo, pero no quería que hubiera público que pudiera reírse y dañar mis prospectos, y que luego me recordara. Tenía que pescar a uno que nada más pasara por allí. Observé a los solitarios que internaban “de cacería” entre los potenciales donantes de sangre. Ninguno de ellos me atraía especialmente.
Entonces un recién llegado se abrió paso por entre la cortina de terciopelo. Era un joven delgado con una larga trenza negra, que me hubiera llamado la atención incluso de no haber estado a la caza de vampiros, llevaba una indumentaria negra, una especie de hábito, que le hacía parecer un verdadero salteador de caminos del siglo XVIII. Sus ojos oscuros y fríos insinuaban que hacía honor a su apariencia. Examinó a la multitud con mirada arrogante. Cuando cruzó la pista de baile, los danzantes le abrieron paso automáticamente, como si él tuviera control sobre las venas de todos y fuera una especie de Moisés dividiendo el Mar Rojo. Encontró una silla libre, lejos de los demás vampiros, y apoyó sus pies calzados con botas en una mesa, con un ruido sordo que percibí por encima de la música. Tras lanzar una mirada burlona hacia el grupo de sus compañeros muertos vivientes, estudió con cuidado sus uñas y fingió no mirar a las chicas vivas. Era un solitario. Hubiera apostado a que no estaba acostumbrado a ligar en un bar, pero estaba tan desesperado por beber sangre que había acudido allí esa noche. Me relamí los labios. Ese era el mío.
Saqué el alfiler que llevaba en la solapa de mi blusa de seda negra y me pinché el cuello, justo debajo de la oreja. Mientras sacaba el alfiler de mi carne, lo moví a un lado y a otro para asegurarme de que hiciera salir sangre, aunque bastaba una gota para llamar su atención. Volví a poner el alfiler en su lugar y caminé hacia la barra, pasando frente a mi salteador de caminos “¿Sientes mi aroma, encanto?”, pensé. “¿Cierto que huelo muuuuuuy bien?”. No miré hacia él, pero prácticamente podía sentir sus ojos clavados en mí. Sonreí para mis adentros.
El barman era nuevo, y humanos, gracias a Dios. El problema cuando los vampiros contratan humanos para ese trabajo es que, tarde o temprano, terminan por verse mejor ellos que las bebidas. Por la barra del Nosferatu habían pasado más barmans que servilletas.
-          Deme dos Suicidios, por favor. – le dije.
Alzó las cejas sorprendido.
-          ¿Sabes que ese cóctel es ron de 70 grados con unas míseras gotas de limón?
-          No importa.
Se encogió de hombros. Era asunto del gorila la puerta, y no suyo, el que yo fuera menor de edad.
-          ¿Dos?
-          Sí. Uno es para mi amigo, el de allá. – hice un gesto con la cabeza para indicar al bombón vampiresco que me miraba desde lejos como si en verdad yo hubiera ido con él. Yo había logrado captar su atención.
-          Oh, pero él no va a beber eso – dijo el barman con sonrisa de conocedor. A lo mejor iba a durar más en ese lugar que otros.
Pues entonces habrá más para mí – dije, perforándolo con la mirada. El barman tenía su atractivo, con su barbita rala. En otros tiempos hubiera tratado de ligar con él. Puso las bebidas en la barra, y rebusqué en mi enorme bolsa hasta encontrar mi billetera entre tanta basura: cigarrillos, combustible de encendedor, acetona para quitar el esmalte de uñas, alcohol. Y luego le entregué más dinero del que hubiera querido de mi magro salario de ayudante de bibliotecaria en la biblioteca local. Alguien acababa de subir el volumen de la música.
Tomé los vasos y me acerqué a mi presa. Frunció el ceño y miró a su alrededor, como buscando una salida. Una chica insistente entretenía a unos vampiros, pero el mío tenía pinta de ser de los que prefieren estar al mando. Bien, pues se lo iba a permitir. A dos pasos de llegar a él, fingí tropezar. Las bebidas salieron volando, para aterrizar justo sobre su indumentaria negra de salteador de caminos.
Se puso de pie de un salto, con un insulto en los labios, e hizo caer su silla. Oí risa de humanos en la mesa vecina.
-          ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Perdóname! – exclamé. Tenía que hablar alto para que me oyera por encima de la música -. Soy una tonta. Pero qué torpe – traté de secar su ropa con un pañuelo de papel, pero lo único que conseguí fue dejarle pelusas adheridas a la tela. – Mierda.
Sonrió. Le gustaba eso. Que yo ya no fuera la buscona lanzada al mando de la situación. Era una fracasada, y él bien podía lidiar con una de esas. Se limpió  la ropa con los dedos, se encogió de hombros y forzó una sonrisa. Se inclinó para hablarme al oído.
-          Fue un accidente – dijo magnánimo. Tenía una voz profunda, que sonaba algo hueca.
Debió percibir nuevamente el olor de mi sangre, porque sus ojos oscuros se entrecerraron, astutos -. Déjame que te consiga otra bebida – hizo caso omiso, convenientemente, del hecho de que yo llevaba dos cócteles.
-          Tal vez ya tuve suficiente – respondí -. Mejor una Coca-Cola.
Me indicó una silla, para sentarme, y luego le hizo un gesto al barman, que se acercó a pesar de que no era lo usual en ese lugar, sino que la gente iba hasta la barra por sus bebidas. El barman llegó y yo pedí una Coca-Cola. El vampiro ni siquiera tuvo la intención de hacer como que iba a tomar algo.
Después no hablamos, pero a él no le importó. Nada más me miraba fijamente, eso es lo que hacen: mirar fijamente. Su mirada era seductora, digna de un modelo, y me hacía sentir acogedoramente mórbida. Me relajé al ritmo insistente de la música y la disfruté. Estaba usando sus poderes hipnóticos para excitarme al máximo. “Gracias muchacho. En todo caso me iría contigo, ¡así de bueno estás!”, solté una risita, que sólo fingí a medias.
Los nervios me impedían estarme quieta, y por eso metí las manos bajo mis muslos, para disimular. Mi Coca-Cola llegó y tomé un trago. Luego, respiré hondo para proyectar mi voz.
-          No te había visto antes por aquí – dije presionando las mandíbulas con fuerza. Esa frase estaba a un pelo de la pregunta tonta: “¿Vienes a menudo por aquí?”
-          No, no me habías visto – respondió el Señor Charlador.
Quería ir directo al punto. Quería decirle: “Ven conmigo a la calle, muerto viviente”, pero algo me hizo intuir que no estaría dispuesto a ir menos que fuera él quien lo propusiera. Incliné la cabeza hacia un lado para verme inocentemente coqueta, pero que en realidad quería decir: “Ooooooh, mira este delicioso cuello”.
-          Hay mucho ruido aquí ¿no te parece? – dije -. Es difícil conversar.
-          ¿Quieres ir a un lugar más tranquilo? – preguntó él.
Hice una sonrisa forzada y asentí. Se levantó y me tendió la mano. Me puse de pie también y tomé mi bolsa. Luego miró a su alrededor un poco perdido. No había estado antes en ese lugar.
-          Por aquí – propuse, y tiré de sus dedos. Lo conduje hasta una puerta lateral y me siguió rápidamente, en silencio. Lo avergonzaba estar allí. No quería que los demás nos vieran salir. Me gustaba eso. Me gustaba la discreción.
Lo sorprendió encontrarse en el callejón, pero yo me encogí de hombros.
-          Hace una noche preciosa, y aquí afuera estaremos solos – dije, mientras dejaba que la bolsa se deslizara por mi hombro hasta quedar en el suelo.
Sonrió y me atrajo hacia él. Nuestras miradas de encontraron, y supe que él sabía que yo sabía que habíamos pactado una especie de contrato. Me encantaba su forma de sonreír.
Era una lástima que estuviera muerto. Me cubrió la boca con la suya, y me dio un beso delicioso, de verdad. Tenía la boca seca, pero no sabía mal. Tenía cierto sabor a menta, más bien. Tuve que hacer un esfuerzo para ahogar la risa. Se había lavado los dientes. ¡Qué considerado! Era todo un caballero este vampiro. Me retorcí un poco entre sus brazos para incitarlo a seguir. “Anda”, pensé impaciente al imaginar el plato fuerte. Olía un poco a armario cerrado. Probablemente hacía un buen tiempo que su indumentaria había pasado por una tintorería, si es que se había lavado alguna vez, y dormir entre tierra no ayudaba, pero había olido peores cosas en la vida, y la recompensa sería adecuada.
Me apretó contra él y me beso más profundamente. Al fin, sus labios empezaron a bajar por mi cuello, mientras sus manos se tomaban ciertas libertades destinadas a distraerme. Un escalofrío de terror me recorrió la espalda al sentir cómo sus colmillos perforaban mi carne. Sin importar cuántas veces hubiera pasado por lo mismo, ese momento siempre me hacía temblar. “Estáte bien atenta”, me dije, a medida que la calidez empezaba a invadirme y a hacerme sentir tibia, caliente, más y más caliente entre sus fríos brazos. Tenía la mano bajo mi vestido. Se me escapó un gemido de placer. Era bueno, muy bueno. Jadeé con un suspiro entrecortado y casi pierdo el control. Fue más lejos de lo que solían ir. Normalmente se olvidaban de mí tan pronto saboreaban la sangre. Ellos cenaban, yo obtenía mi dosis de emoción y eso era todo. El intercambio por lo general acababa en ese punto.
Mis rodillas estaban débiles. Había bebido mucha de mi sangre, suficiente como para que yo lo sintiera como un hombre de verdad cuando me embistió con su cuerpo. De repente supe cuáles eran sus intenciones. Me tomaría, y no sólo en el sentido que se usa en las novelas románticas. Iba a penetrarme de verdad y a chuparse toda mi sangre mientras tanto, y yo quería que lo hiciera. Nunca me había sentido tan excitada con nadie, ni vampiro ni humano. Iba a matarme y yo lo disfrutaría. Tal como le había sucedido a mi hermana menor.
Mi hermana menor.
Sentí que se me alborotaba la bilis hasta percibir su regusto en el fondo de la garganta, y eso me volvió a mis sentidos.
-          Oye – murmuré -. Ya fue suficiente. Esto no funciona así.
Traté de quitármelo de encima, pero sus gélidos brazos me apretaron con más fuerza, como bandas de hierro. No iba a dejarme escapar. Mi cuello amortiguaba su risa mientras me desgarraba el vestido. Había cometido un error. Lo había dejado llegar demasiado lejos. Traté de golpearlo en la cara con la mano izquierda, pero agarró mis brazos y me los inmovilizó a los lados. Si no lograba liberarme, iba a acabar muerta, seguro. Lo sentía chupándome la vida, y el placer que había sentido instantes atrás no era más que una comezón.
Me sentí desfallecer. La criatura gemía de placer y me chupaba cual sanguijuela. Me había vencido. Lo sabía. Aflojó levemente el brazo.
Me las arreglé para llevarme los dedos al bolsillo del vestido. Tenía una diminuta probabilidad. Logré sacar el encendedor y en silencio rogué por no cometer la torpeza de dejarlo caer. Tenía la mano entumida por la fuerza de su brazo. Al principio, el pulgar no quiso cooperar y casi tuve un ataque de pánico. Luego, oí el tintineo familiar al abrir la tapa y mi pulgar encontró la ruedita de encendido. Dejó salir una especie de bufido de gato, me soltó de repente y se llevó la mano chamuscada a la boca. Di un salto hacia atrás con la llama del encendedor ante mí; su tono azul parpadeante era mi única defensa. Lo bueno de los Zippos: una vez que están encendidos, continúan así. Lo malo: te queman los dedos si los sostienes mucho tiempo.
Le lancé el encendedor. Más bien, lo lancé sobre su indumentaria reseca  podrida que deliberadamente había empapado con el ron. Una fina película de fuego se extendió por la tela y el vampiro gruñó sorprendido. En un instante podría quitarse su indumentaria y lanzarse sobre mí de nuevo. Sus ojos centelleaban de furia. Mi sangra goteaba de sus colmillos. Tenía que hacer algo rápido.
Busqué en mi bolsa. Lo primero que encontré fue una botella de plástico; acetona para quitar el esmalte de uñas. Apunté la boca de la botella y la apreté; expulsó el contenido con más tino que una pistola de agua. Las llamas se avivaron. ¡Aaaaah! Una bolsa llena de líquidos inflamables puede ser el mejor recurso de una chica. El vampiro no tuvo tiempo de gritar.
Yo jadeaba y mi corazón latía agitado, pero me sentía vibrante por el triunfo. Los vampiros ardían rápidamente. Estaban tan muertos y resecos que prendían como yesca. Pronto no sería más que un montoncito de cenizas, y nadie sabría si quiera que había estado allí.
El agua bendita no funcionaba. Ya una noche en el Nosferatu estaba atestado, había salpicado un poco por aquí y por allá, pero ningún vampiro se había disuelto en medio de un crepitar y múltiples chisporroteos. Para aprovechar la luz del sol, había que esperar al amanecer y estar en el lugar indicado, y yo no estaba segura de poder confiar en mi fuerza para usar una estaca de pino. ¿Cómo se puede poner en práctica algo semejante? ¿Cómo sabe uno que es capaz de clavar una estaca en el pecho de un vampiro, aunque se trate de un vampiro viejo?
Así no quedaban más opciones que el fuego. Eso sí lo podía hacer.
Los vampiros siempre me habían producido curiosidad. Pensaba que las “bolsas de sangre” eran medio zorras y me daban risa, pero había algo intrigante en ese ritual rápido y anónimo que no llegaba al terreno sexual. Había algo atrayente en eso de andar en la cuera floja entre el placer y el riesgo. Pero no me atrevía a hacerlo. ¿Para qué? Sería buscarme problemas. Pero cuando no me sentía superior, me daban celos de que mi hermana se moviera como en casa de territorios en los que yo no me atrevía a internarme, y destilaba envidia porque ella se veía tan segura de sí, al mando.
Todo cambió la noche en que la encontré muerta detrás de un contenedor de basura.
En ese momento me di cuenta de que mi hermana no había tenido el control, sino que había estado jugando un juego tonto, y que yo fui muy idiota y no la detuve cuando pude hacerlo. No les conté a mis padres lo que estaba pasando. Sin pensarlo, dejé que se precipitara de cabeza en el peligro. Pero ya era demasiado tarde, y yo debía hacer algo. Tenía que reunir el valor necesario.
Recogí mi encendedor y limpié la ceniza con dedos temblorosos. Últimamente, pienso que soy una especia de control de plagas.
En realidad, es un reto ver cuántos puedo destruir antes de que ellos me destruyan a mí. Me gusta pensar que jamás van a darse cuenta. En cierta forma es divertido. Supongo que podría andar metida en las drogas o haciéndome cortadas o algo así, pero esto parece más productivo a largo plazo.
Es mi trabajo: besar a estos tipos muertos para luego hacerlos desaparecer. Ese es mi homenaje a mi hermana.
Lo hago por Julie.
Curtis Klause, Anette. «Razones para besar vampiros.» Noyes, Deborah. Los muertos sin descanso. México: Editorial Oceáno, 2009. 42-53.

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