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Fuerzas invisibles


Desde ese momento se vigilaron los habitantes, y las siniestras efigies aparecían tras lapsos de días, cuando ningún ser humano podía haber entrado en esos cuartos.

Periódico New Haven Journal, lunes 22 de abril de 1892.

 

No llevamos dos semanas en Stratford y ya tenemos visitas.

La casa, que quedó cerrada y envuelta en su solemne apariencia cuando salimos a misa esta mañana, se ha convertido en un caos. La puerta de entrada está abierta de par en par. Los postigos aletean sobre las ventanas rotas. Los trozos de vidrio centellean entre las hortensias.

-¡Atrás! – grita Papá con una mano alzada, a medida que nos acercamos lentamente al silencio dominical.

-¿Entraron ladrones? – se queja Mamá, y toma un sorbo de la botellita que contiene uno de sus tónicos. Mi hermana y ella, claros ejemplos del sexo débil, se quedan quietas, boquiabiertas, así que sigo a mi padre y a mi hermano al interior, donde las puertas abiertas dejan circular las corrientes de aire que bailan sobre un mar de vajilla rota, sillas patas arriba y utensilios de la chimenea.

-Nadie se ha llevado los objetos de plata – susurra Papá.

Todo parece indicar que debemos permanecer inmóviles, porque la quietud en la casa es una especie de presencia que se ofende con facilidad.

-Ve a buscar a los demás – ordena Papá, y Tom, mi hermano menor, se apresura a obedecer mientras yo sigo escaleras arriba, y el roce sedoso de mi falda es el único sonido.

-¿Quién hizo todo esto? – susurro, aliviada por el cambio en nuestra rutina, una rutina tan rígida en las últimas dos semanas como jamás había sido en Canadá. Pero mi padre no responde. Acaba de llegar al segundo piso y se queda inmóvil, paralizado de terror, en la puerta de la alcoba principal.

Los demás nos alcanzan y se agolpan detrás de nosotros.

Atravesada en la cama, muy tiesa, hay una figura vestida con la ropa de Papá. Mas bien, hay unas cuentas prendas suyas yaciendo en la cama de manera de una figura humana. Alguien se ha tomado el trabajo de disponer y arreglar ese impostor de trapos, desde el cuello de pajarita, pasando por el chaleco y la casaca, hasta el reloj de bolsillo con su cadena. Tiene los brazos cruzados como un cadáver preparado para su entierro. Mamá se abanica con fuerza y Amelia sonríe como una tonta. Papá comienza a hojear furiosamente la Biblia que hay en su mesa de noche. Tom y yo nos quedamos mirando. Solo Harvey, nuestra sirvienta, que llega poco después que todos los demás al lugar, tiene la sensatez de desmantelar la figura de un manotazo. Chasqueando la lengua nos hace salir para luego sentir nuestra presencia y reclamar la casa para nosotros, cuarto por cuarto.

Llevo dos semanas tratando de recordar en vano cómo era nuestra vida en Saskatchewan, donde vivíamos antes. Sin embargo, esta noche y cada una de las que suceden, en esta atmósfera de espantos, el dique de la memoria deja que algunos recuerdos se filtren. Cuando el gong del gran reloj me despierta, me veo como en un sueño, con una calculadora distancia, y estoy de nuevo en las llanuras, caminando al lado del bobo del pueblo que viaja en su carreta:

Milt tiene la cabeza calva y brillante cuando se quita el sombrero para saludar. Les sonríe a las riendas y, durante un buen rato, nada más sigue el camino, sacudiéndose a mi lado.

Papá y yo tuvimos una pelea terrible la noche anterior, sobre mis “derechos” o mi carencia de ellos, y por eso, al amanecer, mi aturdida furia dio pie a la desesperación. Recogí mis cosas y salí a hurtadillas atravesando el crujiente piso de madera. Un color dorado bañaba la pradera a esa hora, y mi apenado corazón se hinchó de gozo al verla.

Pero el llanto de la noche anterior me dejó vacía, inútil. El viento ha arreciado y parece soplar en mi interior como si yo fuera una flauta, azotando mechones de mi pelo. Mis puntiagudas botas me maltratan los pies, y mi mano, cerrada sobre el asa de mi bolsa de tela, está dolorosamente seca. Ojalá le hubiera birlado a Amelia un poco de su aceite de lavanda, aunque sé que no voy a necesitar esas cosas superfluas en el lugar donde voy a refugiarme, en casa de mi tía solterona en Regina.

Y luego vislumbro las carpas fuera de la ciudad, un reino de promesa en el lejano horizonte. Recuerdo lo que Harvey me susurró muy bajito pocos días antes, cuando pasamos de prisa por ahí en el carruaje de Papá. Su aliento conspirador me había cosquilleado la oreja: “Me dijeron que estaba aquí, Mary, justo aquí no muy lejos de nosotras: el increíble espectáculo del salvaje oeste de Bill Cody”.

Papá no iba a tolerar una frivolidad semejante, claro, pero se me ocurre, caminando bajo la tímida mirada de Milt, que Búfalo Bill podría acogerme. ¿Por qué no? Harvey dice que aprendo rápido. La tía Georgie dice lo mismo. Búfalo Bill podría enseñarme a enlazar bestias y a montar y a dispararle tres tiros a mi sombrero Stet-Oakley. Podría lograr que mis sueños se hicieran realidad.

Mientras sigo mi marcha, mi paciente vecino continúa su camino en su carretón que se zarandea. Su caballo resopla nubes heladas por la nariz y menea la cola. Milt parece muy sereno. Es una presencia amable, y los graznidos de los gansos que forman bandadas en lo alto me llenan de esperanza. Es un buen sonido, pienso, una imagen dulce. Me recuerda que el mundo es grande, mucho más grande de lo que Papá me deja ver.

 

-Van a meterse por todas las ventanas, como rateros – dice mi padre con voz atronadora a la mañana siguiente, mientras desayunamos. Limpia y aceita su pistola con cuidado. Nosotros lo miramos por encima del borde de las tazad. No puedo soportar su Biblia. Explica que vinimos desde lejos a Stratford para escaparnos de eso… de las áridas planicies del noreste, pero también para escapar de su misión. “Hubo un momento en que dudó de su fe”, le confió Mamá a la tía Georgie con mucho misterio, mientras llenábamos nuestros baúles, aludiendo a congojas y penas profundas de adulto que estaban más allá de mi conocimiento. “Ya la recuperó pero le falta ánimo para predicar”.

Papá es un pastor presbiteriano retirado. Eso dice en broma a quienquiera que le escuche, incluidos los desconocidos en el tren que nos trajo hasta aquí. Y cuando lo hace, desviamos la mirada. ¿Retirado? Definitivamente no.

 

En los días siguientes, aparecieron otras extrañas figuras. Sorprende que aún tengamos algo que ponernos en esta casa, tantas son las prendas que han sido transformadas en andrajos en ese juego fantasmal.

El ritmo del embrujo se ha hecho más rápido. Las sombrillas flotan por el aire. Las llaves, los cuchillos y los clavos se precipitan al suelo desde alturas imposible. La ropa interior llueve alegre, exhibiéndose de forma humillante, flotando cual plumas mecidas por el aire, para aterrizar suavemente. Con espléndida regularidad aparecen nabos, y hoy, durante el almuerzo, una papa cayó en el plato de soba de Tom, salpicándolo todo y haciendo un gran ruido. Varias veces al día, el aldabón golpetea la puerta principal. Papá o Harvey se apresuran a abrir, para encontrarse ante la entrada vacía. Sin embargo, sucede cada vez mas a menudo que cuando se oye el aldabón, si hay alguien que lo toca. Los curiosos se agolpan: recientes amistades, reporteros, investigadores.

Todos los días Amelia narra nuestras penurias, leyendo en voz alta el periódico local con voz de mal augurio. “Estas efigies”, levanta la vista para encontrar la mirada de cada uno de nosotros, “fueron creación y obra de fuerzas invisibles”.

Nuestras penas han hecho de mi hermana una celebridad más allá de las cuatro paredes de nuestra casa, y creo que ella saborea esa condición. La atmósfera festiva del lugar la deleita. También a Mamá. En cuanto a Harvey, la pobre debe andar vaciando escupideras y manteniendo a raya las migajas. Los marchitos compañeros de estudios de Papá siempre están deseosos de un refrigerio. Hoy, uno de estos distinguidos caballeros sugiere que todo el enredo es obra nuestra.

-Son los niños quienes están detrás de Papá, quien recibe el desafío de buen tono, encaminándose hacia el armario importado que hay en el vestíbulo. Abre la puerta, que parece una enorme boca.

-¿Niños? –nos llama -. Harvey… háganme el favor. Parece ser que tenemos que demostrar nuestra inocencia en este asunto.

Mamá le ruega, con voz levemente exasperada:

-Elisha –pero sus nervios la traicionan. No logra mover su abanico con suficiente ferocidad, y se da cuenta ya tarde de que ha atraído demasiada atención hacia sí.

-Tu también, Margaret. Hazme el favor.

Mamá se torna de un horrible color escarlata mientras los señores allí reunidos, formando una nube de humo de pipa y una aglutinación de largas patillas, sonríen y murmuran entre ellos.

Mientras Papá nos lleva hacia la oscuridad, sus ojos brillan con espíritu divertido.

-Lleven una vela – añade con amabilidad, cuando alguien se toma el trabajo de encendernos una.

No ha terminado de cerrar la puerta cuando la vela se apaga. Nos acurrucamos junto a Harvey, pues Mamá, que lloriquea de forma repelente, sirve de poco consuelo. De repente Amelia explota de miedo, histérica.

-¡Algo me toca! – Grita mi hermana, dándose palmadas -. ¡Me pellizca! –Harvey trata de mantenerla quieta, pero no lo logra. Frustrada, me encojo en un rincón. Poco a poco deja de gritar, aunque siga gimoteando e hipando, y ya no nos importuna.

Cuando un mueble se desploma al suelo frente al armario donde estamos encerrados, Papá nos deja salir.

Después, no podemos hacer mucho más que mirar a Papá confiado y triunfante, o a sus amigotes con su brandy y sus bromas eruditas: la luz, la energía y la vida secreta de los objetos.

Cuando detengo mi marcha, Milt hace que el carretón pare, pero no me tiende una mano para ayudarme a subir, ni se inclina para preguntar si la señorita necesita que la lleven, como haría cualquier otro vecino del lugar, disfrutando en viril anonimato de la oportunidad de sentarse al lado de una jovencita de buena figura con su bolsa de viaje y la cara manchada de lágrimas. Disfrutando de se útil.

Me encaramo sola, tras subir mi bolsa primero.

Milt es tonto, dicen. No es mudo, pero podría serlo. Es como un mueble con viejos letreros que señalan la salida del pueblo. Siempre están ahí, aunque no. A diferencia de otros hombres en el pueblo, el Señor Fulano de Tal o el Doctor Mengano, Milt siempre ha sido Milt, nada mas ni nada menos , y lo adecuando es llamarlo así. Quizás nadie recuerda su apellido. Tal vez, al igual que le sucede a Búfalo Bill, no necesita más nombre que ése. O a los mejor no tiene apellido.

 

Un viejo capitán de barco construyó esta casa. Murió poco antes de que nos instaláramos aquí. Sospecho que todos estos hechizos son obra suya. Una excentricidad, como las deslumbrantes escaleras gemelas que se encuentran en el descanso del segundo piso, imitando la disposición de un clíper. La casa entera es un amontonamiento sombrío de paredes y habitaciones, llena de historias, recovecos y tallas y molduras intrincadas.

La casa del capitán no es como nuestro hogar anterior, una simple granja sin pisos en medio de la pradera. Aquí, el paisaje mismo parece oponerse a nosotros. Papá, nacido y criado en estas tierras de Connecticut, podrá sentirse en casa aquí, pero nosotros desconfiamos del revoltijo de mansiones y árboles, de los barcos y botes que flotan en la orilla del vasto y desmesurado océano. El resto de la familia viene de un lugar de viviendas modestas, hechas con tablones y tejas planas, y cielo sin fin. Bajo ese ciclo no puede esconderse nada.

Cuando los visitantes escasean, como esta mañana, una mortaja envuelve la casa. Bien sé que Dios no soporta que haya manos ociosas, por eso busco mi dechado de costura en la canasta junto a la mesa de caoba en la que tomaremos el té. Antes de que aparecieran nuestros espectros, el bordado, la principal de las artes femeninas, era el más que cualquier otra, pero su tedio hoy sirve para apaciguarme. Bordo y bordo y bordo, diligentemente. Con las puntadas trazo las palabras “Fuera de aquí”, un mensaje para estos fantasmas indiscretos. Un telegrama para los espíritus, si así lo prefieren.

Cuando más tarde Mamá encuentra el bordado sobre la silla, sus ojos brillan de horror.

-¿Qué nos vayamos? – pregunta y retrocede espantada -. ¿Por qué nos quieres fuera de aquí?

-Es para ellos… - respondo tartamudeando desde la puerta, es un intento de calmarla -. Son ellos los que deben irse.

Apenas pronuncia un sollozo impaciente, y deja caer el dechado al suelo, como si fuera un pez, y debo admitir que me sorprende su reacción, pues me pareció que el bordado era de lo mejor que he hecho.

-Esta es nuestra casa – susurra Mamá, pero sus ojos no transmiten ninguna emoción. Su voz no suena convincente. Me duele verla así, aunque es ella, con su aceptación constante, sus tónicos y sus lloriqueos, quien nos ha hecho merecedores de nuestras tristezas. No tiene la fortaleza para negarles la entrada a ellos, quienquiera que sean.

 

-¿Acaso no se ve como una aparición? – pregunta Mamá nerviosa, abanicándose. Su única intención es aparentar la normalidad donde no la hay -. Amelia tiene un pretendiente que nos visitará esta noche. Lo recuerdas, ¿verdad?

Papá musita detrás de su periódico abierto, y se oye una aspiración colectiva antes de que lo haga a un lado. Amelia está deslumbrante, embutida en el satén de uno de los viejos, vestidos de baile de Mamá, arreglado para su figura, con el corpiño escotado según la moda. En la parte trasera se asoma su bulto impertinente.

Durante un buen rato, no hay más que silencio. Papá pliega el periódico, doblándolo con un gran cuidado, como si quisiera igualar su arrugada frente. Su barbilla parece firme bajo las pastillas, y posa las manos en las piernas, mirándolas.

-Me encantaría poder elogiar tu vestido, Amelia… si tuviera suficiente tela para que lograra verlo.

Tras decir lo anterior, sus manos toman la jarra de agua y lanzan todo el contenido sobre mi hermana. No es a mí sino a ella a que empapa, pero también me estremezco, por la costumbre. Papá deja la jarra en su lugar y se masajea los párpados con los pulgares.

-Es un vestido casi inexistente, que haría pensar lo mismo de la modestia de quien lo lleva. Permítanme no posar la mirada de nuevo en esa aparición – se queja -. Déjenme a solas.

Amelia obedece, calada hasta los huesos y temblando, tratando de ahogar las lágrimas, según creo (¿quién mejor que yo entiende la lucha vana por lograr la aprobación de Papá?). Al sentir sus leves pasos en la escalera, nuestro acongojado padre increpa a los cielos.

-          ¿Qué hice yo para merecer semejante par de hijas voluntariosas e insensatas? Francamente no lo puedo entender – Harvey sale tras Amelia, y Papá les lanza un rugido-: ¡Estoy hasta la coronilla de todo! –y posa la frente sudorosa en la mesa.

Mamá trata de acariciarle el pelo, pero él golpea su apenado cráneo contra la maderas, protestado:

-          Hasta la coronilla, hasta la coronilla –entona. Mi madre carraspea con remilgo y, ya que Harvey se ha rebelado, se dirige a recoger los platos de la mesa.

 

Agua, agua… agua por todas partes. Cargamos recipientes llenos día y noche ahora (lo cual me hace pensar nuevamente en nuestro capitán, aunque no siento el sabor de la sal en ésta última oleada de problemas. Como poco y duermo aún menos). El agua corre por las paredes. Forma charcos en las sillas, empapa el contenido de los cajones y brota a través de los tablones del piso. Los colchones y los cojines están tan mojados que es necesario quitarles el forro y sacarlos a secar al aire. Fregamos y secamos en vano, porque no hay lluvia y nada gotea. El pozo está igual que antes. Es como tratar de achicar el viejo río, cerca de nuestra antigua granja. El agua va llenando la cristalería y los platos. Un día que Papá mandó por fruta madura, el frutero que llevaba Harvey se llenó hasta el borde con agua y se desbordó a sus pies. El sótano siempre está inundado por completo, y cuando hundo el pie en el agua, la siento fría. El agua está enfurecida.

Durante un rato, Milt y yo viajamos juntos, en un silencio amigable, pero su sonrisa, a la vez infantil y cómplice, empieza a irritarme. Mientras observo las carpas en el llano horizonte, que brillan contra el cielo de un azul monótono, le pregunto:

-          ¿Y hacia dónde tomas en el cruce de caminos?

Señala el oeste.

-          ¿Vas hasta Regina? –porque a esa ciudad es adonde planeo llegar también, en busca de mi tía. Al igual que Harvey, la tía Georgie siempre ha tratado con tolerancia y simpatía eso que Papá llama mi carácter “obstinado”. Ella me acogerá.

Las cejas de Milt y un gesto de vergüenza me dicen que sí, que va hasta Regina y que se encargará de dejarme allá, sana y salva…

-          Muy bien, Milt. ¿Y por qué sonríes? –uno le puede hablar así a Milt, de forma directa, a diferencia de los que sucede con otros adultos. Es por eso que, cuando por casualidad pienso en él, me doy cuenta de que me cae bien-. ¿Qué es lo que te parece tan cómico?

Se encoge de hombros, sonrojado hasta las orejas. Sus manos, muy blanca con las uñas negras y mordidas, sostienen las gastadas riendas de cuero a cierta distancia, como si fueran un objeto precioso.

-          No vayas a decir que me viste hoy. Y menos, que me viste con esto –alzo mi bolsa de viaje -¿cierto, Milt? No le vas a dar a Papá el gusto de saber hacia dónde me fui.

Guarda silencio, manteniendo la sonrisa.

-          Gracias, Milt.

No logro entender por qué nos quedamos en este lugar. Ahora siempre se oyen gritos y voces irreconocibles. Los fantasmas tamborilean y golpean lo que encuentra. Los nervios de Mamá se encuentran en estado deplorable. Los objetos de cristal o de cerámica explotan en pedazos, y las cucharas flotan en el aire o se doblan como flores mustias. Las ventanas se rompen en mil trozos y Papá ordena que se reponga. Desde su punto de vista, es una batalla de voluntades y, por mas tercos que sean estos fantasmas, él va a salir triunfante. Eso no lo dudo.

A pesar de eso, las pesadas mesas con superficie de mármol se levantan sobre dos patas como caballos encabritados. A veces puede resultar fascinante, e incluso hipnótico, ver estos objetos dispuestos de manera tan caprichosa en el espacio. Todo eso me hace pensar en una tregua, me aquieta, pero cada vez mas a menudo detecto también violencia, como para fastidiar mi calma. Un solido candelero de bronce puede saltar en pedazos. Una vez que Papá y Amelia salieron a dar un pasea en coche de caballos recibieron una andanada de piedras; llegamos a contar veinte. Ahora poca gente se queda en nuestra cada durante un rato largo, si no es para asombrarse un poco o recoger rumores para algún periódico. Una tarde uno de los tés de Mamá, a los que ahora no asiste casi nadie: “Belcebú ruega a las señoras que acepten, como prueba de su agrado, este cumplido”. Y la tetera se rompió como un huevo. Su contenido dejó una manche de color de la sangre seca en el mantel.

 

Hoy mientras los demás hacen sus tareas de la mañana. Papá y yo vigilamos, como es normal. Aunque, como también es normal, me mantengo lejos de su vista. Es extraño sentarse en silencio a su lado y oír su respiración agitada. Sospecho que su corazón late ferozmente y, por un instante en esta improbable actitud de camaradería, casi llego a entenderlo. Se preocupa por nosotros, pero esa preocupación es obsesiva, exige demasiado. En su frente surgen perlas de sudor, y frunce el ceño de manera tan terrible que casi me produce miedo. Cuando hace la ronda para patrullar las habitaciones una vez más, lo sigo sin musitar palabra.

Nos hemos acostumbrado a las sorpresas, pero hoy en el comedor encontramos una multitud de mujeres, en actitud de devoción religiosa. Algunas están inclinadas de tal forma que su frente casi toca el suelo. Todas están en completo silencio, embebidas en la adoración, ¿Y a quién o qué adoran? A una cosa demoniaca, suspendida de una soga en el centro del salón. Es como si fuera un bebe gnomo, o un polluelo, que hubieran puesto a secar cual cecina, eso es lo que parece. La figura es del mismo amarillo seco que la cera de oído, con las alas torcidas, horriblemente distorsionada y con apenas un rostro insinuado.

Estas mujeres en actitud de adoración están elaboradas con trapos (ropa que todavía, desde nuestra llegada, estaba guardada en los bailes). Parecen tan reales que en un primer momento no nos damos cuenta de que son monigotes, al igual que nos sucedió con la efigie de la muerte que nos topamos en la alcoba principal el primer días, y las demás que han aparecido desde entonces.

¿Quién pudo concebir este lúgubre cuadro? Montarlo requería un ejercito de costureras y horas de trabajo constante. Papá se mueve con destreza entre la multitud de falsas feligresas para leer en la Biblia que yace abierta en el piso. Su dedo índice sigue la línea en la pagina elegida, lee en voz alta: “Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y cuando pases por los ríos, no te anegaran”. Su voz se pierde. Mira a su alrededor furtivamente, como si pudiera encontrar al culpable o a los culpables, como si estuvieran espiándolo a su lado. Es un pasaje del libro de Isaías, y por un instante parece como si mi estricto padre, el noble reverendo Elisha David Dowell, fuera a llorar de miedo y consternación. Pero ese momento para, con demasiada fugacidad. Se endereza la corbata. Decide desbaratarlas.

Después de cenar, nos retiramos a la sala, y mis hermanos y yo encontramos una figura solitaria, sentada leyendo en la silla de Papá.

Lleva el cinturón de satén azul del escandaloso vestido de Amelia atado como una mordaza, en el lugar donde debería tener la bosa. Tom parece especialmente perplejo y horrorizado.

-          Pero si a Mary ni siquiera le gustan las muñecas –comenta, sin explicaciones. Amelia y yo lo miramos con triste desaprobación. Bien puede ser que me sienta desamparada cual niña en estos días pero tengo quince años y ya soy muy mayor para jugar con muñecas, incluso si me gustaran, cosa que no sucede.

-          ¡Tom! –me vuelvo al oír la voz de mi hermana, aliviada por que alguien ha roto el insoportable silencio, pero luego se abalanza sobre Tom y lo sacude por los hombros hasta atontarlo-. ¡Ella se fue! –y con un gesto, envuelve todo, la casa entera -. Déjala ir…

“Nos tiene rodeados”, les recordaría. En lugar de eso, me lanzo hacia el monigote que está en la silla de Papá, le arranco el cinturón de Amelia y lo uso para enlazar a mi travieso hermano por el cuello tal como haría Annie Oakley, o como hubiéramos hecho nosotros, los niños, antes de que empezaran nuestras penas. Lo conduzco, como si llevara a un perro atado (un perro que afirma las patas en el sueño y se niega a avanzar), para llevarlo a la alacena sin ventanas donde guardamos la leña- cierro la puerta mientras Amelia chilla histérica, exigiendo que se lo devuelva. Patea la madera, pero sé que no se atreverá a entrar. Desde que Papá nos encerró en el armario empotrado para hacer su experimento. Amelia ha desarrollado un miedo antinatural hacia los espacios cerrados. Ahora empieza a llámalo a gritos, aunque todos sabemos que ha salido a su caminata de la tarde. La misma caminata por e mismo sentadero a la misma hora todas las tarde.

¡Qué oscuro está! Susurro cosas entre el pelo de mi hermano menor, a la vez que lo acaricio. Sé que es suave como la peluca blanca del algodoncillo, pero no lo siento, y mi hermano se queja, patea y se sacude. Pobre Tom. Le doy un beso en la mejilla para calmarlo, me uno a sus estremecimientos, y trato de percibir la sal de sus lágrimas, pero no saboreo nada. Trato de sentir la tibieza que sé que está allí, en su piel, y no siento nada.  Trato de dejar salir las lagrimas que  amenazan con hacerme estallar por dentro pero no lo consigo, a pesar de que los muros chorrean. ¡Qué asustados los dos! ¡Qué húmedo está el armario! Sé que es mi culpa, que todo es culpa mía, pero no sé que hacer para cambiar las cosas. Nos acurrucamos juntos, Tom da hipidos tratando de respirar entre sus sollozos, y yo me siento débil y agotada de desear que todo se vaya, que desaparezca, cuando una inundación de la luz nos baña.

La conmoción que veo en los ojos de Mamá, al ver a Toma en mis brazos con el cinturón al cuello, es salvaje. Saca a su adorado hijito lloroso de la alacena, y siento que el satén se desliza entre mis dedos. Mamá cierra de un portazo, y me quedo a solas. Me ha  abandonado y, por un instante, el mas largo de mi breve vida, mientras la cabeza me da vueltas, levito en la silenciosa oscuridad. Siento la tentaciones de hacerlo,

Cuando al fin me aventuro a salir, todos se han ido, pero Mamá ha buscado mi dechado de costura para dejarlo apoyado en el umbral de la puerta

“Fuera de aquí”, dice.

Lo levanto justo cuando Amelia aparece. Sus ojos están fijos en el dechado, y la oigo susurrar:

-          ¿Mary?

Harvey entra también, y pone las manos sobre los temblorosos hombros de Amelia.

-          Querida Mary –dice, y parece que le habla al aire -, debes irte ahora.

Tiro el dechado lejos de mí, y lo siguen con la mirada vaga. Me toco levemente la mejilla, muy levemente. Codo. Parpado. Garganta ¡Qué grato sería dormir! Incluso sin un beso de buenas noches, ya que nadie en esta estirada casa piensa darme siquiera eso. Así me olvidarán más pronto.

-          ¿Acaso eres bobo, Milt? –me humedezco los resecos labios con la lengua. Se me ocurre que la simpleza de Milt es como un velo, que lo protege de un mundo que no lo acepta como es, que no lo va a acoger -. ¿De verdad eres bobo?

Asiente con su sonrisa soñadora e incesante.

Mi tía me recibirá, lo sé, pero también sé que la naturaleza de los planes e imprevista. Eso es lo que Harvey siempre me susurraba cuando, al abrigo de las prohibiciones de Papá, no embebíamos a la luz de las velas en novelitas baratas, poemas de amor y las morbosas historias de las revistas femeninas: no hay otra forma de navegar la vida para una mujer, salvo el instinto.

Lo que hago a continuación desvanece un poco la sonrisa de mi compañero, pero le dejaré un regalo de despedida.

-          Acabo de cambiar de planes, Milt, con respecto a ir a Regina. Mira… -y un salto de la carretera en movimiento, para caer fuera del camino. Ruedo hasta quedar de pie, como un demonio en movimiento, una parición impresionante -. Estoy viva –levanto mi bolsa de pasto, el olor de estiércol se me mete en la nariz, y mi voz se esparce como una bandada de pájaros al viento -, ¡y puedo volar!

Por un instante, antes de que el salvaje oeste de búfalo Bill, esa distante ciudad de carpas al otro lado del río, capture toda mi atención, me veo, me veo por detrás, tal como Milt debió verme: saltando, con las rodillas sucias de fango, los rizos color café agitándose liberados de los pasadores.

Adiós.

Galopo, con el vestido lleno de ortigas ondeando tras de mi como una vela, soy la muchacha que escapó. La sonora carcajada de Milt, que le sale desde el fondo de la garganta, como la de un hombre o un ángel y no la de un niño o un idiota, me sorprende, y comprendo que el motivo por el cual sonreía era la promesa que guardaba este momento.

Pero ahora, para llegar a las brillantes carpas que me aguardan a lo lejos, debo cruzar e henchido rio, y me doy cuenta demasiado tarde de que la furia del agua me harpa pesada y me atrapará. Cuanto he querido ser libre, como Annie Oakley y los gansos salvajes. Es todo lo que he querido, y ahora lo seré.

 

Noyes, Deborah. «Fuerzas invisibles.» Noyes, Deborah. Los muertos sin descanso. México: Editorial Oceáno, 2009. 81-94. Libro.

 

 

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